domingo, junio 15

Carta abierta a los padres

Luego de leer textos sobre los vínculos humanos y las relaciones parentales, publicados por Sergio Sinay en su columna Diálogos del Alma, Pablo Pera, padre y educador, hizo llegar estas líneas a la Redacción, en las que reflexiona sobre las deudas pendientes de la paternidad. Por la riqueza y actualidad de su contenido, LNR decidió compartirlas con los lectores

Señores Padres:
¿Señores? ¿Padres? ¡Bueh!, dejémoslo así.

Cuando decidí escribirles esta carta abierta, pensé que lo primero que debía hacer era ser muy diplomático, cauteloso, para que nadie se sintiera ofendido. Lamentablemente, una vez más se me escapa la honestidad brutal y, aun a riesgo de ser no agradable en mi discurso, les pido encarecidamente que terminen de leer mi carta, no por mí –a mí no me preocupa ganarme su odio eterno–, sino por aquellos a los que dicen amar profundamente: sus hijos.

Sucede que muchos de esos jóvenes que cada día tengo a cargo desde mi condición de educador varón (género por demás raro si lo hay en el mundo educativo actual) me incitan desde su analfabetismo emocional y social a exhortarlos a ustedes, que son sus progenitores, a detener la marcha (¿o la carrera?) para intentar hacerlos reflexionar (rara actividad en nuestro mundo vertiginoso y materialista) sobre las consecuencias de haberse transformado en “hologramas parentales” en vez de verdaderos “señores padres” de carne y hueso.

En esta ocasión voy a hacer uso de lo que está de moda: opinar. Pero, a diferencia de los que opinan porque es gratis y porque además no consideran prudente la necesidad de conocer y saber acerca de lo que se está opinando, yo voy a opinar desde mi experiencia y mi formación profesionales. Que para eso me vengo formando y perfeccionando desde hace más de 20 años. Y sin falsa modestia se lo digo: créanme que sé de lo que les estoy hablando.

Creo que luego de 23 años de docencia, casi 16 de matrimonio y casi 15 desde que estrené mi rol de padre (dos hijas, de 14 y 9 años), puedo permitirme compartir con ustedes mi enojo. Quiero aclararles que, tal como siempre les digo a mis alumnos y a mis hijas, no me enojo con ellos/as, sino con lo que ellos/as hacen. Lo dicho vale para ustedes en este caso. ¿Qué están haciendo? O tal vez debería preguntarles qué no están haciendo para que muchos jóvenes estén en la actual situación de desamparo emocional, arriesgándose temerariamente a probar quién o qué los detenga para poder experimentar eso que llamamos “límites”. (¡Perdón por la palabra! Seguro que ahora van a pensar además que soy un autoritario fascista…)

Basta con mirarlos un poco, y digo “mirarlos” en lugar de “verlos” para observar sus miradas expectantes, sus ganas de confrontar con alguien adulto que le sirva de guía, de modelo. Basta mirarlos para ver su sorpresa cuando encuentran un discurso y una acción coherentes que refleja la ancestral dupla causa-consecuencia. ¡Claro!... Como para no sorprenderse, cuando a lo que están acostumbrados es a que lo que se les dice (o se les grita) desde el enojo o la impotencia adulta (y por qué no también la inmadurez de los que dicen llamarse adultos) luego de un tiempo se olvida para caer en el reino del Nunca Jamás. Si llegaron leyendo hasta este punto, ¡gracias! Mi enojo no es con ustedes, sino con lo que algunos de ustedes hacen a menudo sin conciencia del daño que les causan a muchos de mis alumnos, sus hijos.

No soy el tutor de Dios ni el custodio de la Verdad. Soy un simple profesor y directivo de escuela secundaria que siente la responsabilidad de colaborar con ustedes cuando veo que mis alumnos –la razón de ser de mi vocación–, que casualmente son sus hijos, se encuentran a la deriva o, peor aun, inmersos en el vendaval de incoherencias que muchas veces sin darse cuenta ustedes como padres generan con sus acciones.
No soy perfecto ni tengo las Tablas de la Ley. No soy un profeta ni un iluminado. Soy el que todos los días, desde hace muchos años, se toma el trabajo de ahondar en la mirada de sus hijos para descubrir su alma, sus dones, sus temores, sus potencialidades, sus incertidumbres. Soy el que, a pesar de muchas de sus agresiones, sigue diciéndoles una y otra vez lo que a veces a ustedes les cuesta ver, creer y aceptar.

Asumo responsablemente mi rol tantas veces antipático, porque mi compromiso –lamento informárselo– no es con ustedes, sino con mis alumnos, sus hijos. No me perdonaría, ni me lo perdonaría mi conciencia, que el día de mañana alguno de sus hijos sufriera alguna desagradable consecuencia por sus actos y yo, por timorato, por cobarde o por cómodo, no hubiera intervenido para intentar –al menos sólo eso– contribuir a torcer el inevitable destino al que su ceguera parental a veces los confina.

Muy a su pesar les comunico que no soy su enemigo, ni su rival, ni su oponente. Sé que esto les aliviaría la conciencia y les permitiría encontrar un nuevo chivo expiatorio (nuevamente lamento comunicarles que seré cualquier cosa, pero nunca un chivo…). ¿Alguien podría llamarme enemigo si lo único que me interesa es ver íntegros y bien a sus hijos?

¿Saben qué? Soy su aliado. Siempre y cuando ustedes me lo permitan, siempre y cuando ustedes confíen en mí.
Realmente sería estúpido y patológico de mi parte querer ganarme enemigos gratuitamente. También sé que no es fácil asumir la verdad, la realidad. Pero, por favor, no caigamos en la evasión, en la negación. Con ello sólo contribuimos a que los jóvenes imiten nuestro modelo. Para poder gestar los cambios necesarios es indispensable que, ante todo, reconozcamos que estamos dentro de los problemas.
¡Y vaya si lo estamos! Los chicos no tienen la culpa. Nosotros tenemos la responsabilidad de su estado actual y también tendremos la de su estado futuro si no hacemos algo juntos.

No puedo exigirles que compartan mi opinión respecto de los modelos de crianza que algunos de ustedes aplican con sus hijos, sobre todo si mi opinión los pone en el centro de la discusión. Pero recuerden que podemos romper todos los espejos que se nos pongan delante, y eso no cambiará nuestra imagen.

Desearía editar un compilado de testimonios de todos estos años de charlas con mis alumnos para que pudieran entender de qué les hablo.

¿Saben lo que se siente cuando se escucha a un chico decir con vergüenza que ellos entienden lo que desde el colegio se les dice, pero que son sus padres los que no lo entienden?

¿Saben lo que se siente cuando se escucha a un chico decir con bronca e impotencia que necesita sentirse aceptado por lo que es aunque ello no coincida con las expectativas que tienen sus padres?

¿Saben lo que se siente cuando se escucha a un chico decir con indignación que sus padres ocupan el lugar de adolescente que le corresponde a él?

¿Saben lo que se siente cuando se escucha decir a un chico entre lágrimas que sus padres no lo registran? ¿Saben lo que se siente cuando se escucha decir a un chico con angustia que preferiría tener menos cosas materiales, pero más tiempo con sus padres?

¿Saben lo que se siente cuando se escucha decir a un chico desilusionado que sus padres le dan vergüenza?

Yo sí lo sé. Y cuando quieran, café por medio, se lo cuento. Y también sé que no soy un superhéroe, que no soy perfecto, que yo también me equivoco. Pero sé que estoy y que me hago cargo, no me borro; en el mejor de los sentidos, “me la banco”.
Les pongo el pecho a los chicos; les sirvo de frontón para que, peloteando conmigo o contra mí, jugando, aprendan el juego de la vida, el juego de crecer. Acepto el desafío y la responsabilidad de proponerme como “modelo”, no como “ídolo” (también en este caso, si tienen dudas con esta sutileza lingüística, el diccionario ayuda).
Les digo y les demuestro con hechos concretos que los quiero, y que por eso mismo debo ser honesto y franco con ellos; aunque muchas veces mis decisiones les resulten inconvenientes porque atentan contra sus deseos.
No soy el genio de la lámpara.
Mi trabajo de educador no es cumplir deseos.
Mi trabajo consiste en descubrir dones, orientar vidas y ayudar a parir lo mejor de cada uno de mis alumnos, aunque en este proceso de parto no exista ninguna peridural que les ahorre el dolor de las contracciones que permitirán dar a luz a un Adulto, con mayúsculas.

Desempolvemos los diccionarios, o, si prefieren una versión más tecnológica y moderna, googliemos en la Web para recordar y revivir algunos vocablos caídos en el arcón del olvido: respeto, responsabilidad, deber, compasión, verdad, honestidad, nosotros, comunicación, escucha, afecto… Tomémonos un tiempo para replantearnos si estamos en el camino correcto. Yo también soy padre, soy esposo, soy educador.
No crean que no los entiendo.

Si bien ninguno de ustedes es un gato ni yo soy un ratón, alguien debía correr el riesgo de “ponerle el cascabel al gato”. Con esta carta sólo intento provocarlos, incomodarlos, sacarlos del sopor de la rutina, despabilarlos.

Sí, fue a propósito. A propósito de esos seres que la vida pone cada día en mi camino y en mis manos; a los que tengo la obligación, el deber y el ardiente deseo de acompañar en la senda de su formación, no sólo académica ,sino también personal y espiritual. A propósito de esos mismos seres que esperan de ustedes la mirada que se pose en sus pupilas, que permita la entrada al maravilloso mundo de los vínculos entre padres e hijos.
Yo sé que mis alumnos no son huérfanos, aunque a veces no pueda evitar sentirlo.
Sé que desde mi rol puedo palear en parte alguna ausencia, pero nunca evitarla.
Desde estas convicciones nació la idea de escribirles.

Si consideran que esta carta no los interpela directamente o que no está dirigida a ustedes, seguramente conocerán a otros padres de otros chicos a los cuales sí esté dirigida. Si así fuera, les pido el favor de hacérsela llegar. Necesito su ayuda. Necesito tener la certeza de que a partir de mañana cada nota dirigida a todos y cada uno de ustedes podrá comenzar diciendo, ya sin hipocresía o sin duda alguna: “Señores Padres”. Así, con mayúsculas.
Un fuerte abrazo. Su mejor aliado.

El autor es profesor de Matemática y licenciado en Gestión Educativa. Actualmente se desempeña como director de escuela secundaria.

La Nacion-Revista

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