Por Willy G. Bouillon |
LA NACION
Los hechos que se relatan en El prisionerotranscurren en la fortaleza montañosa de Maubeuge, al norte de París, cerca de la frontera con Bélgica. Abarcan -puntualmente datados, incluidos horas y minutos- los 54 días que van desde el 3 de noviembre al 27 de diciembre de 1794, es decir, cinco años después de los acontecimientos centrales de la Revolución Francesa. Es un período de fuerte convulsión social y política, hasta el punto de haber pasado a la historia con la enfática denominación de El Terror, iniciado pocos meses antes, con la muerte en la guillotina de emblemáticos líderes e ideólogos revolucionarios, entre ellos, Robespierre y Danton, junto a los que rodaron también las cabezas de individuos menos conspicuos, sindicados simplemente como simpatizantes con la monarquía.
El poder -hasta la toma del gobierno absoluto por parte de Napoleón, otro lustro después- es disputado por girondinos y jacobinos. Uno de éstos, el joven Lucien Derrourelle, acaudilla las acciones de la facción más popular merced a su capacidad organizativa y a su reconocida destreza oratoria. Paul Barras, jefe del Directorio, no vacila en catalogarlo como peligroso, aunque, por tratarse de una figura demasiado carismática, en lugar de decidir su ajusticiamiento sumario ordena que sea recluido en la prisión de Maubeuge.
En este escenario -casi el único de la novela-, Miguel Brascó (Santa Fe, 1926) desarrolla su original historia, que tiene matices de la literatura clásica romántica y aventurera (al estilo Dumas), pero también incluye intriga, violencia y situaciones misteriosas, enigmáticas o extravagantes, similares a las que plantean autores tan disímiles como el Umberto Eco de El nombre de la rosa o el Gombrowicz de Ferdydurke .
Brascó es hombre de poco igualable heterogeneidad. Novelista, poeta, narrador, crítico, abogado, dibujante, humorista, editor, traductor, periodista, gourmet y poseedor de relevante fama en la especialidad de reconocer la calidad de vinos de la más diversa procedencia. Tan polifacético perfil se advierte en El prisionero . Por ejemplo, abundan las referencias gastronómicas y su muy cercano complemento, las bebidas, pero también abundan datos jurídicos o propios de una cultura muy amplia, expresiones en varios idiomas (incluidos el latín y el árabe) y situaciones que oscilan entre el humor negro y la reflexión acerca de la vida y de la muerte.
Pese a que en la fortaleza hay un inexplicable buen pasar, por poco asimilable al tiempo de placer que se le brindaría a gente adinerada en un suntuoso lugar, con aposentos privados y servidores solícitos, Derrourelle traza inexorables planes de fuga porque tiene a la libertad como valor supremo de la existencia.Sin embargo, se permite una especie de pausa al entregarse con pasión a una actividad que se ha vuelto clásica en la fortaleza: los torneos de ajedrez, magistralmente relatados por Brascó y en los que, además del jacobino, interviene una cohorte de otros prisioneros de muy singular catadura: un misterioso castrato (andrógino), un satánico jesuita español, un aristócrata que sueña con los antiguos privilegios de la nobleza, un teósofo esotérico, un geómetra reversible (¿?) y los guardias, que forman el bando con el que, frente al tablero, compiten los anteriores.
De algún modo, el ajedrez adquiere aquí la calidad de un símbolo lúdico de lo que ha ocurrido y ocurre afuera, a kilómetros de allí, donde a la decapitación de un rey y su reina han seguido los enconos y las estrategias para imponer las formas de gobierno que se trazan en el denso clima de una capital cuyos sucesos, día tras día, van influyendo en el mapa político de toda Europa.
EL PRISIONERO
Miguel Brascó
Vocación
208 páginas
$ 80
Vocación
208 páginas
$ 80
Fuente texto e imagen: La Nacion
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