Junto con la Orquesta del Diván, el director y la pianista conmovieron durante tres horas a un público que los aplaudió como pocas veces en el Teatro Colón
Todo concierto es un hecho eminentemente musical, pero hay algunos poquísimos conciertos que, sin dejar de serlo, se convierten en algo distinto y quedan en la memoria no sólo por lo escuchado. El encuentro de Daniel Barenboim y Martha Argerich ayer a la tarde, en el Teatro Colón, ya es inolvidable y marca un momento en la vida musical argentina.
Habría sido un concierto memorable sólo porque ambos son dos de los intérpretes más importantes del siglo XX y de lo que va del XXI. Pero hay también otras causas.
Fue el regreso de Argerich a Buenos Aires después de casi diez años de ausencia (algunos recordarán esa última actuación, hacia fines de 2005, en el teatro Gran Rex); fue también la vuelta de Barenboim desde 2010, y fue, sobre todo, la primera vez que los dos se presentaron juntos en esta ciudad, esta vez con él como director y ella como solista.
Quienes asistieron al Colón, colmado como pocas veces, lo sabían. Había en el aire una especie de nerviosismo, ansiedad y euforia aun antes de que la West-Eastern Divan Orchestra subiera al escenario.
Pero también lo sabían Barenboim y Argerich. Cuando Martha (con ese nombre que no parece requerir más explicación) apareció en el escenario, bellísima como siempre, Barenboim, a un costado, le cedió todos los aplausos; aplausos con una contundencia que hacía mucho no se escuchaban en el Colón.
Además del reencuentro con su amigo de la infancia en la ciudad en la que los dos crecieron, ella necesitaba un reencuentro particular con el público. Lo que sucedió a partir de entonces transcurrió como una aventura musical y afectiva de esas que ocurren muy cada tanto.
No hubo prácticamente palabras; ninguna declaración. Barenboim y Argerich se reencontraron haciendo eso que mejor saben hacer y que hacen de la mejor manera en que puede ser hecho en este mundo.
El concierto, que rondó las tres horas, tuvo su propia cronología. Había empezado con la obertura de Las bodas de Figaro.
Después, el Primer concierto de Beethoven sonó en las manos de Argerich como una versión en miniatura de lo que fue la tarde entera: vuelcos abruptos, dramas, reposos.
Al margen de la biografía en común, es de veras fascinante el modo en que dos figuras tan agudamente singulares y tan disímiles entre sí en tantos aspectos pueden lograr semejante alquimia musical.
Un ejemplo, entre muchísimos: Barenboim puede introducir en el momento (casi improvisar) ligerísimos desvíos en las respuestas de la orquesta al piano según lo que Argerich proponga y, por otro lado, no hay transparencia más milagrosa que aquella que él consigue en la orquesta y ella en el piano.
Cuando Argerich concluyó su lectura del concierto de Beethoven, se imponía el encore. Hay que decir que fue un encore deliberado entre ambos, conversado casi entre bambalinas.
Pero aun después del encore faltaba algo más: una de las instrumentistas de la WEDO tomó un micrófono y le anunció a la pianista que los músicos habían decidido nombrarla miembro honorario de la orquesta. Barenboim ya la había besado en la frente y la había dejado sola para que, una vez más, todos los aplausos fueran para ella.
Hay una complicidad incorpórea en la relación que Barenboim mantenía con Argerich que también se traslada a la manera en la que se relaciona en el escenario con los músicos de la Orquesta del Diván. (continua)
Fuente texto e imagen La Nacion
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